Una flor en el asfalto

Autor: Javier Menéndez Ros

 

 

En ocasiones no deja de admirarme el ver alguna pequeña flor en medio del asfalto de una carretera. Es como si la naturaleza ahogada quisiera hacerse un sitio, casi inverosímil, entre el cemento y proclamase a voz en grito: «¡Estoy aquí, no me tapéis!»

Me permito añadir un cuarto destino a la semilla de Dios, el Sembrador: la semilla que cae en tierra fértil, pero que, antes de que brote, la ahogamos y tapamos.

Ciertamente somos especialistas en ahogar el más pequeño brote de vida espiritual. «Eso ya no se lleva, eso no se adapta a los tiempos que vivimos», oiremos con frecuencia. Y así no distinguiremos la semilla que late en la tierra y que anhela salir. Pero la vida no renuncia a la lucha y pugna por salir adelante.

Los hombres y mujeres de esta época hemos tenido el inmenso don de Dios de contar con la más hermosa flor que hayamos podido imaginar. Pero no todos la ven, ni la aprecian, y muchos la confunden con un cardo o con una mala hierba que merece ahogare y morir bajo algún neumático. Esa flor es Juan Pablo II.

Resulta curioso que se oigan voces pidiendo una jubilación anticipada para nuestro Pontífice. ¿Qué puede hacer un Papa en ese estado? ¿No sería más humano dejarle descansar y que disfrute los días que Dios le quiera dar de un más que merecido descanso? ¿No es más lógico pasar el bastón de Pedro a alguien en mejores condiciones? Estas preguntas son muy lógicas y humanamente comprensibles, pero cuando nos movemos por los derroteros de la fe todo cambia.

A menudo nos olvidamos, o preferimos simplemente ignorar, que Jesucristo nació pobre. Dios eligió para su Hijo la ignominia, el insulto, el rechazo de todos. Cuanto más se humillaba nuestro Señor, más nos acercábamos a la salvación. Cuantos más latigazos, cuantos más insultos, cuantos más desprecios, Él sólo podía responder de una manera: con más amor. Dios eligió lo pobre, lo miserable de este mundo, para bendecirlo. Prefirió que se le acercasen los niños, los de corazón todavía limpio, y nos los puso en medio como ejemplo. Eligió a unos discípulos ignorantes, torpes. Con unos humildes pescadores de Galilea quiso anunciar al mundo su mensaje para demostrarnos que la fuerza está en el mensaje y no en el pobrecillo que intenta transmitirlo lo mejor que puede.

Cuando miro por la televisión al Papa, o veo alguna de sus últimas fotos, confieso que tengo unas ganas locas de gritar: «¡Ahora creo más que nunca en él!» Humanamente ha gastado su sangre. Cada viaje suyo, como antes lo hiciera san Pablo, es un pedazo de vida que se ha dejado en la cuneta. Por eso, cuando en Toronto miles de jóvenes veáis su figura blanca y encorvada, quedaos con su sonrisa limpia, quedaos con sus arrugas de vida entregada, quedaos con su bendición temblorosa, quedaos con Dios. Por eso, también sé que la flor más bonita la tenemos en el asfalto, y aunque muera no importa, porque otra volverá a brotar de la semilla plantada en la tierra.