Tu y yo tenemos algo en común

Autor: Marie Ragghianti

 

Querido Waymon:

 Deseaba que supieras que desde que recibí tu carta, a menudo me he acordado de ti. En ella mencionas lo difícil que es para ti vivir encerrado entre rejas y, créeme, te comprendo con todo el corazón. Pero cuando dijiste que yo jamás podría imaginar lo que es vivir en prisión, sentí la necesidad de decirte que te equivocas.

Existen muchos tipos de prisiones, Waymon, muy diferentes. A veces nos convertimos en las víctimas de una prisión impuesta por nosotros mismos.

Un día, a los treinta y un años, desperté y me di cuenta de que no podía moverme; me sentí atrapada, desbordada por la cruel sensación de estar presa en mi propio cuerpo. Sentí que jamás iba a volver a bailar, a correr por el campo o a cargar a mi bebé en los brazos. Pasé mucho tiempo acostada en mi cama, tratando de acostumbrarme a mi discapacidad, de no dejarme arrastrar por la autocompasión. Por momentos me preguntaba si realmente valía seguir viviendo así, y si no habría sido mejor morirme.

Médité mucho sobre esta sensación de estar presa, pues había perdido todo lo que era importante en la vida. Me hallaba al borde de la desesperación.

Pero un día descubrí que no todo estaba perdido; de pronto comprendí que había varios caminos ante mi, y que podía elegir el que yo quisiera. ¿Qué me quedaba por hacer delante de mis hijos? ¿Sonreír o llorar? ¿Iba a descargar todo mi odio contra Dios, o pedirle que me ayudara a tener fe?

En otras palabras, ¿cuál sería mi elección ante el libre albedrío que Dios nos da a cada uno, el cual aún me pertenecía? Así, pues, tomé la decisión de luchar con todas mis fuerzas, tratando de rescatar lo positivo de todo lo negativo, buscando la manera de ganarle a mi discapacidad expandiendo los confines de mi mente y mi espíritu. Tenía dos alternativas: convertirme en un ejemplo para mis hijos o secarme como una planta hasta morir.

Se puede ser libre de muchas formas, Waymon. Cuando dejamos de serlo en alguna de esas formas, simplemente debemos buscar otra.

Tú y yo fuimos bendecidos con la misma libertad, la de elegir el libro que nos acompañe durante toda la vida o la de descartar el que no nos enseñe nada.

Eres libre de elegir entre mirar resignado las rejas de tu prisión o de ver a través de ellas. Puedes convertirte en un modelo para tus compañeros de celda o ser uno más de los que reniegan y alborotan. Puedes amar a Dios y esforzarte por conocerlo, o darle la espalda.

De alguna manera... ¡tú y yo tenemos algo en común!