Sin rostro ni apellidos

Autor: Padre Eusebio Gómez Navarro OCD 

 

 

Olga es una joven colombiana. La vida se le puso muy difícil en su querida Colombia y, un día, tuvo que dejar su adorada tierra. Emigró como tantos paisanos a Estados Unidos en busca de un futuro mejor para su familia, dejando atrás todo lo que tenía. Cuando llegó a Miami se quedó sin rostro ni apellidos.

Sin rostro ni apellidos llegan miles de inmigrantes a Estados Unidos, embarcados en una aventura conocida como “el sueño americano”. Olga se sentía segura en su tierra, era profesional, dueña de sí misma. Había hecho lo indecible por ayudar a los otros, por mejorar la sociedad. Era conocida en su ciudad, respetada y querida por todos.

Al llegar a Miami se acercó a los familiares más cercanos. Pero éstos estaban mentalizados y metalizados ya a lo americano, y le dijeron: “Arréglatelas como puedas”.

A Olga se le cayeron las alas cuando se vio totalmente sola, sin amigos, sin familia, sin el idioma inglés, sin títulos, sin nada. Sin permiso de trabajo y sin papeles, empezó a perder “todos los papeles”. Acostumbrada a que su palabra fuera tomada en serio, a que su opinión contara para los otros, su alma se desmoronó cuando se dio cuenta de que a nadie le importaba. Aquí, en el “País de las oportunidades”, no tenía ninguna oportunidad y era “nadie”.

Por fortuna encontró un pequeño trabajo: cuidar niños, algo fácil que sabía hacer, pero aquí era distinto, pues se trataba de atender a unos niños caprichosos; tenía que obedecer sus deseos y las órdenes de sus padres. Olga estaba realmente desconcertada, confundida, deprimida, sin fuerzas ni ilusión. Añoraba el calor humano de su gente, la comida, las costumbres, el paisaje... El aislamiento en que vivía iba resquebrajando poco a poco todos sus andamios y raíces.

En este estado de ánimo, decidió marcharse a su país o buscar ayuda. Volver atrás no podía; había decidido venir y para ello tuvo que romper con todo dejando su alma en las montañas de Colombia. Optó por lo segundo, ya que ella sola no tenía luz ni fuerzas para caminar. Fue entonces cuando la conocí y, con la ayuda de unos amigos, fuimos despejando dudas, ahuyentando miedos, arrinconando oscuridades... La luz se hizo de nuevo y Olga sacó fuerzas de flaqueza, se le abrieron los caminos y su rostro brilló como luna llena, como en noche cuajada de estrellas. Fue entonces cuando descubrió la verdadera pobreza y la verdadera riqueza. Se dio cuenta de que hay personas tan pobres, tan pobres, que sólo tienen dinero. Descubrió la gran riqueza de creer en Dios y de besar y valorar el pan de cada día que llegaba a su boca.

Sé que, como Olga, hay millones de personas que llegan a Estados Unidos u otros lugares en busca de una vida mejor, tratando de salvar el pellejo, pues muchas están amenazadas de muerte. Después de batallar lo indecible, algunas logran situarse y olvidan la lección aprendida con sudor y lágrimas dando la espalda a otros inmigrantes.

Si dar un vaso de agua al sediento no quedará sin recompensa, menos aún quedarán sin el premio justo y magnánimo de Dios Padre aquellos que abran las puertas de su corazón a un inmigrante, que llega a un país desconocido sin nada: sin rostro ni apellidos. Sabemos que lo único que cuenta es el amor: “Al atardecer de la vida nos examinarán en el amor” (san Juan de la Cruz).