¿Quién como Dios?

Autor: Padre Raúl Hasbún

 

Dios: me han dicho que tu nombre significa "El que todo lo ve y prevé y dispone con perfecta sabiduría y amor". Si no me lo hubieran dicho, también lo sabría. Dondequiera que estoy, me siento tocado por tu mirada. Más que tocado, acariciado. El tuyo es un mirar de amor. Cuando niño iba a la playa y me metía al mar. Y no tenía miedo, porque sabía que mi madre me estaba mirando. Así miras Tú: con los ojos de una madre que cuida a su niño, en todo tiempo y lugar. 

A veces percibí, en los ojos de mi madre, destellos de preocupación, disgusto, ira, tristeza. No era por ella: era por lo que me pudiera hacer daño a mí. Siempre supe que yo y mis hermanos éramos su razón de ser. Y en esa mirada preocupada, airada o triste de mamá encontraba el mejor motivo y la fuerza para reencontrarme con el ideal que ella soñaba para mí. 

Ahora comprendo por qué yo me deleitaba mirándote a Ti, y dejándome mirar por Ti. Tú te me hacías presente en el Crucifijo. Es cierto que allí tus ojos estaban cerrados, cubiertos por el dolor de tu ignominia y muerte. Pero yo sabía que tú los cerrabas para decirme: "no miro tus pecados ni me fijo en tus imperfecciones. Cierro mis ojos para verte con mi corazón. El corazón ve mejor que los ojos. Mi corazón es rico en misericordia". 

Así me mirabas, desde la cruz: con los ojos del amor misericordioso. Consciente de mis pecados, nunca sentí miedo de Ti, o impulsos de esconderme y huir de tu presencia. Te miraba, me miraba en tus ojos cerrados por tu muerte de amor, y corría a refugiarme y sanar en tus brazos. ¡Cuántas veces me acogiste así, en el sacramento de la Penitencia, que Tú me enseñaste a cultivar y a querer desde mi entrada en razón! Entrar en razón fue, para mi, entrar para quedarme en tu corazón. 

Mi madre había hecho colgar, en el dormitorio de sus hijos, una imagen de Tu Madre, con sus brazos abiertos y el corazón clavado de espinas. Yo la miraba, día y noche. En mis retinas se grabaron esos brazos de invitación y acogida incondicionales; también ese corazón herido por el sufrimiento. Era como un dulce reproche preventivo, la más eficaz súplica para no caer en el pecado que, hiriéndome a mí, lastimaría su corazón. Sobre todo recuerdo, en ese cuadro, los ojos de Tu Madre. En cualquier lugar de la habitación, Ella me seguía. Crecí con esa seguridad regocijante: Tu Madre, Señor, me mira y me cuida como a Ti mismo. Sí: desde niño aprendí a sentir que Tú y yo compartíamos la misma suerte, y que nuestras madres se habían aliado en amorosa sociedad para cuidar de nosotros dos. 

El día de mi Primera Comunión, mi corazón saltó de gozo. Yo te había visto en el amor sin límites de mi padre y de mi madre, en la sabiduría de mis buenos maestros, en la belleza espléndida de tus creaturas; también en la sanante experiencia del dolor. Pero ahora tu presencia era directa e inmediata. De las imágenes, yo había pasado al original. ¡Eras Tú, Tú en persona, el que me miraba y me hablaba desde el santuario de mi corazón! Desde ese día feliz me sentí parte de Ti: nada podría separarnos. Nada, excepto el pecado. Por eso empecé tempranamente a rezar como lo hace el sacerdote antes de la comunión: "No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia... líbrame de todas mis culpas y de todo mal por este tu Cuerpo y tu Sangre; concédeme cumplir siempre tus mandatos, y no separarme nunca de Ti". Si yo permaneciera en el pecado, sin acoger tu llamado a la conversión y tu ofrenda de misericordia, yo no podría vivir. Para mí, la vida es estar en Ti. 

Me dijeron, Dios, que tu nombre significa "El que todo lo ve y prevé". Para verificarlo, tuve que recorrer mucho camino: así, uno puede mirar atrás y comprobar que lo que parecía absurdo o injusto era una movida magistral de tu Providencia amorosa, que nunca se equivoca y todo lo que hace es para bien de sus elegidos. Cada vez que traté de conducir mi vida según mi lógica humana, Tú te encargaste de orientar mis pasos según la sabiduría de la Cruz. Confieso gozoso: en verdad no he elegido, me he dejado elegir y conducir por Ti, misterioso tejedor de destinos. Hace tiempo desistí de interrogarte y quejarme ante Ti. No te pido ajustarte a mi lógica, mis planes o mis deseos. Tú Señor, lo sabes todo. Y tu sabiduría es amor. El desenlace de mi vida lo dejo confiado en tus manos: sólo revélame el próximo paso. El niño sabe que su Padre sabe. 

Como todo hijo de Adán, he experimentado la tentación de volverme y seguir a otro distinto de Ti. Hubo un ángel que juzgó ser igual que Tú, más que Tú. Pero nadie es como Tú, nadie más que Tú. Por eso surgió otro Ángel, que enarbolando su lanza derribó la soberbia de Luzbel y proclamó esta verdad que preside la historia: "¿QUIEN COMO DIOS?". 

¡Gracias, Padre, por haber creado al Arcángel San Miguel, cuyo solo nombre nos recuerda que Tú eres el Único e incomparable Señor del Universo! 

¡Oh Arcángel San Miguel, defiéndenos en el combate espiritual contra el señor de las tinieblas! Tú que contemplas de cerca la faz del Altísimo, ayúdanos a vivir en la humildad de la verdad, y reconocer con gozo que nadie es más grande, y bello, y poderoso que ese Dios que vive y reina en nuestro corazón.