Contra soberbia, humildad 

Autor: Mons. Miguel Romano Gómez

 

Con humildad comienza la vida espiritual. En la auténtica humildad está la perfecta confianza en Dios. Los grados de la humildad corresponden a los grados del amor.

Si no somos capaces de una vida humilde, se irá secando la fuente de la alegría. Y el vicio contrario a la fundamental virtud de la humildad, es la soberbia, porque resalta con mayor énfasis la ausencia de tal virtud. Y no obstante el daño que causa, es una plaga arraigada en muchos corazones.

La paradoja del soberbio


Santa Teresa de Jesús escribió: «Humildad es andar en verdad, soberbia es andar en mentira». A un soberbio se le conoce porque siempre quiere tener la razón, impone su punto de vista sobre otros –acaso mejor fundamentados–, gusta de aparecer y ser escuchado, no reconoce su error culpabilizando a los demás... Agranda los defectos ajenos y minimiza los propios; agranda sus logros y minimiza los ajenos.

El soberbio es una paradoja: se presenta fuerte, imponente y seguro, pero en realidad es muy débil y vulnerable. Si el humilde perdona de corazón y se propone olvidar la ofensa recibida, el soberbio no acepta ser corregido. Con facilidad se vuelve rencoroso, sin omitir que es el rencor la peor, más asentada y duradera pasión del hombre. En el corazón soberbio una ofensa recibida o una merecida corrección se vuelve sutil indisposición, que con el correr del tiempo se convertirá en venganza.

“Termómetro” de la soberbia

San Juan Clímaco observaba que un orgulloso no tiene necesidad de ser perseguido por el Demonio; él es su propio demonio. Por su parte, San Gregorio Magno señala las cuatro principales causas de la soberbia:

1. Atribuirse a sí mismo los bienes que se han recibido de Dios.
2. Creer que hemos recibido esos bienes en atención a nuestros méritos.
3. Presumir de bienes que no se tienen, o que se tienen en menor medida.
4. Desear que los demás aparezcan como inferiores.

El orgullo del mediocre consiste en atribuirse muchos méritos y hablar continuamente de ellos; pregonar mucho y bien de sí, en otras palabras. Otro orgullo muy sutil y dañino es el de aquel que desea o espera que hablen bien de él, o que frecuentemente comenten sus hechos o dichos, y el no recibir lo que espera lo entristece o lo enfurece.

Ceguera incapacitante

El soberbio busca los defectos ajenos, descuidando la atención y superación de los propios; el soberbio comenta los defectos de los demás para no permitir que descubran los suyos. Si la humildad une a los hombres, la soberbia los divide. El orgulloso es vanidoso y se goza despreciando a los demás o considerándose mejor que ellos. Si algo irrita al orgulloso es el orgullo ajeno.

La máscara de nuestros defectos no es otra que el orgullo. El orgullo que nos lleva a negar los defectos que tenemos nos impide advertir los remedios que podrían curar nuestros defectos.

Generalmente, la vanidad procede de la soberbia. El soberbio se complace en la propia «excelencia», mientras que el vanidoso se complace en el reconocimiento que los demás le tributan. Así, el orgulloso suele ser vanidoso: quien se estima más de lo que vale, desea ser muy estimado por los demás. El vanidoso desea recibir frecuentemente alabanzas de los demás.


Humildad, Gracia al alcance de quien la pide y se esfuerza

Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María y de los santos, el reconocer nuestra soberbia y luchar contra ella, el esperar la gracia de ser evangélicamente humildes, sencillos, procediendo según la verdad y con recta intención. Y en esta empresa trabajemos con paciencia, que no se puede mucho en poco tiempo. Más bien, aprendamos a comenzar cada día y gustemos de ello. «Busquemos como quienes van a encontrar, y encontremos como quienes aún han de buscar, pues cuando el hombre ha terminado algo, entonces es cuando empieza» (San Agustín de Hipona).

Bienaventuranzas


«Dichoso aquel siervo que no se enaltece más por el bien que el Señor dice u obra por su medio, que por el que dice y obra por medio de otro.
Dichoso el siervo capaz de soportar con igual paciencia la instrucción, la acusación y la reprensión que le viene de otro como si se la hiciera él mismo.
Dichoso el siervo que, al ser reprendido, acata benignamente, se somete con modestia, confiesa humildemente y expía de buen grado.
Dichoso el siervo que no tiene prisa para excusarse, y soporta humildemente el sonrojo y la reprensión por un pecado en el que no tiene culpa» (San Francisco de Sales)