Pensamientos adecuados en la mente

Autor: Kathy Higgins

 

 

Cuando empecé a manejar una bicicleta, hace un par de años, no pensaba que me implicaría mucho más que un ocasional paseo corto. Pero a medida que reunía fuerzas, mis amigos me alentaban a que intensificara mi entrenamiento e intentara algunos viajes más largos. El primero que se presentó fue un
recorrido de trescientos kilómetros, un acontecimiento anual por el que se recauda dinero para combatir la esclerosis múltiple.
Cuando me registré, la idea parecía fantástica -apoyar una causa digna mientras se recorría esa instancia-, me entrené con entusiasmo. Pero a medida que se acercaba el momento de la carrera, mis dudas personales ganaron terreno respecto de mi resistencia. Seguía deseosa de recaudar dinero para caridad, pero realmente no quería andar todos esos kilómetros dos días seguidos. 

La carrera comenzó una hermosa mañana de domingo en los tranquilos campos de Georgia, y durante las primeras horas me sentí maravillosa. Era exactamente la experiencia que había imaginado y estaba de muy buen ánimo. Pero al llegar el fin del día, me sentía cansada e irritable.

Si el cuerpo está conectado con la mente, éstas eran pruebas al canto. 

Cada excusa que mi cerebro interponía parecía viajar directamente a mis piernas.
"No puedo manejar esto" se convertía en un calambre de pierna y "Todos los demás andan mejor" se reducía en una reducción de la respiración. 

Estaba segura de que tendría que abandonar.

Cuando llegué a la cima de la montaña, la magnífica caída del sol me mantuvo pedaleando unos minutos más. Entonces, a la distancia, recortada contra el brillante sol rojo, vi una figura solitaria que pedaleaba con mucha lentitud. Advertí que la persona se veía distinta en algún sentido, pero no me daba cuenta por qué, de modo que me apresuré para alcanzarla. Allí estaba, pedaleando lenta pero segura, con ligera y decidida sonrisa en su rostro pero con una sola pierna.

En ese instante, mi atención cambió. Durante todo el día había dudado de mi cuerpo. Pero ahora sabía que no era el cuerpo, sino la voluntad lo que me ayudaría a alcanzar mi meta.

Llovió todo el segundo día. No volví a ver a esa mujer de una sola pierna, pero seguí avanzando sin quejarme, sabiendo que de algún modo estaba allí, junto a mí. Y al final del día, sintiéndome fuerte aún, completé los trescientos kilómetros.