Meditación de Navidad
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Cuenta la historia en una Nochebuena fría como hoy, que una ciudad se vistió de gala porque fue anunciado por un heraldo que el Niño Cristo recorrería las calles de la ciudad transformando las almas de todos los que lo recibieran con el espíritu debido y brindando bendiciones sin precio a quienes tuvieran el privilegio de hablar con Él.
Todo el mundo salió a las calles: pobres, ricos, ancianos, niños, hasta un sacerdote que elevaba una cruz al cielo y el rey, que iba acompañado de una corte magnífica.
También un muchacho llamado Luis, bondadoso e intrépido, salió de su hogar diciendo a su madre: "Aunque tenga que caminar toda la noche, veré al Niño Jesús y regresaré cuando haya conseguido una bendición de Él para ti y para mí." Su madre lo despidió con un beso y le dijo: "Ve, hijo mío, pero que tu alegría no se marchite si no te encuentras con Él porque en la búsqueda misma ya hay una bendición."
Era tan grande la multitud y la conmoción que todos con el deseo de llegar a los primeros lugares para ver pasar al Niño Jesús, procedieron con rudeza, pisoteando al cojo, empujando sin misericordia al mendigo que temblaba de frío, y sacaron a los niños del lugar que habían escogido para mirar. Luis, aún temiendo que el Niño Jesús pasara sin que él pudiera verle por estar atareado, ayudó al cojo a levantarse y lo llevó a un lugar seguro. Al mendigo le prestó su abrigo y consoló a los niños que lloraban por la rudeza de los mayores.
Apareció también un niño harapiento que imploraba un pedazo de pan porque tenía mucha hambre pero nadie le hizo caso. El rey ordenó que sacaran de su camino al harapiento, mientras recogía sus vestiduras reales. El sacerdote apenas le dirigió una mirada bondadosa al niño.
Luis temblaba de frío, pero olvidándose de su propia necesidad, corrió al lado del niño que pedía pan, lo invitó a compartir con él el pobre abrigo de una puerta donde se había acurrucado y con la palabra cargada de bondad le dijo: "Hace frío y he prestado mi abrigo; de no ser así, podríamos compartirlo ahora. El pan está duro, pero es todo lo que tengo; y lo cierto es que cuando uno espera al Niño Jesús y anhela su bendición, no se sienten ni el hambre ni el frío."
Y sucedió que cuando el Harapiento quebró el pan para compartirlo con Luis, su rostro se glorificó y Luis, maravillado, comprendió que era el Niño Cristo quien estaba delante de él y cayó de rodillas, adorándolo.
Muchas veces esperamos a Jesús caminando glorioso y triunfante en nuestras vidas, pero pocas veces comprendemos que Cristo llega a nosotros de manera sencilla y humilde, como es un niño harapiento, esperando que le tendamos la mano. El amor de Jesucristo se manifiesta en nosotros en Navidad y durante todo el año, a través del servicio a los demás, especialmente de los más necesitados.