La doctora y el indio

Autor: Silvia Iparaguirre

Obtenido en: Carlos G. Vallés

 

   

  

Los asistentes a la clase de etnolingüística hablaban sin mirarse en voz baja. Aquel día la doctora Dusseldorff, alemana especialista en la cultura de los indios del Chaco, iba a presentar una disertación sobre el tema Lengua y Cultura del Chaco Argentino. Entró acompañada del antropólogo de la cátedra. Se contaba con un indio “toba”. No podía tardar. A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo, corpulento con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. Su aspecto era muy pulcro. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento. La doctora le preguntó:

- Por favor, señor, ¿cómo se dice “pescar”?
- Sokoenagan.
- Muy bien. Así que eso es “pescar”.
- No. “Yo voy a pescar”.
- Ah, bien, la primera persona verbal. ¿Cómo decimos “él pesca”?
- Niemayé-rokoenagan.
- ¿Pesca o está pescando?
- Es pescador pero está sentado, todavía no fue a pescar. No pesca, pero va a ir a pescar.
- ¿Cómo se dice “pez”?

El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. Al fin dijo: “Si el pez está ahí y yo lo veo, se dice de una manera; si no lo veo, se dice de otra. Y otra si...” La doctora le interrumpió y dijo: “Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte lingüística. Si quiere, profesor, podemos continuar con implementos y armas.”

El antropólogo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos. De repente el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron; el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás. El indio le habló en voz baja. “Por supuesto, por supuesto”, el antropólogo intentaba reír, y nos informó a todos, “Nos está pidiendo permiso para quitarse el saco [la chaqueta] y estar más cómodo para reconocer el arco.”

Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas. Paradójicamente se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos cuando contestaba pasivamente las preguntas de la doctora.

El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensó el arco. Una energía insospechada hasta entonces irradió de su cuerpo, una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco. Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio.

El indio había colocado la flecha en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un altorrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta, al ir bajando, alcanzó casi la altura de la frente del antropólogo. La doctora tenía la boca abierta.

El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiró el saco y se lo colgó del antebrazo.

El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas que se les habían caído. Rápidamente se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración del indio. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.

El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron los últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban la posibilidad de conseguir otro informante. La buena disposición es fundamental para los fines científicos.

[“El dueño del fuego” de Silvia Iparaguirre en “Cuentos literarios tradicionales”, p.83, abreviado.]