Un pequeño esfuerzo y serás santo
Autor: P. Juan Carlos Ortega Rodriguez
Una de mis mayores alegrías consiste en descubrir tantas personas buenas que existen en la vida. Los periódicos y noticieros nos ofrecen noticias poco edificantes y en cambio ¡son tantas las personas que desean el bien y que les es difícil hacer algún mal a otro! Y si en alguna ocasión se descuidan se sienten mal y con deseo de cambiar y reparar la ofensa realizada. Estoy casi seguro que tú eres uno de estos.
Debido a la certeza de que la mayoría de los hombres y mujeres son buenos, me impresionó escuchar que lo que el mundo necesita no son personas buenas sino personas santas. Estas palabras no sólo me impresionaron sino que hicieron replantearme mi mismo trabajo: no debo conformarme con ayudar a que las personas sean buenas, debo lograr que sean santas.
Pensé que el trabajo sería fácil: ’si ya son buenas - me decía a mí mismo - un pequeño esfuerzo y serán santas. En cambio he descubierto que el pequeño esfuerzo se requiere más bien para dar el salto de ser malo a ser bueno. En cambio, el paso de ser bueno a ser santo es algo más que un pequeño esfuerzo. En efecto, la distinción entre malo y bueno se da en el plano humano, mientras la distinción entre lo bueno y lo santo ocurre en dos planos diversos: el humano y el sobrenatural. Para ser santo se necesita cambiar de perspectiva, dejar de ver las cosas desde una visión humana para comenzar a verlas desde la perspectiva de Dios, se requiere dejar de ser el bueno que yo deseo ser para comenzar a ser el santo que Dios ha pensado de mí.
Cristo busca en cada momento el bien de su Iglesia, incluso si ello conlleva dolor y sufrimiento. Buscando lo mejor para la Iglesia no regateó el morir en la cruz y repetir cada día ese mismo sacrificio en la Santa Misa. Además, el Señor, con su poder y sabiduría y movido por el amor concede nuevos carismas y las vocaciones que la Iglesia necesita.
Jesús alimenta a su Iglesia por medio de los sacramentos pero dejando una total libertad. Ahí están los sacramentos, para todos, pero no todos lo reciben con la frecuencia que Cristo mismo desearía. Él es paciente, espera, motiva, pero no obliga a ninguno.
Jesucristo continuamente perdona las ofensas de los bautizados. De tal modo, que la santidad de la Iglesia no es principalmente fruto de sus propias acciones, sino del amor y perdón de Jesucristo.