Esperarlo todo de Dios

Autor: Padre Álvaro Cárdenas Delgado

 

Santa Teresita del Niño Jesús, maestra singular del Pequeño Camino, enseña que una de las condiciones para ser niño en el sentido evangélico “es esperarlo todo de Dios”[1]. 

Uno de los sentidos de la fe es este “esperarlo todo de Dios”. En el Antiguo Testamento creer significa etimológicamente apoyarse en Dios, abandonarse a su cuidado y dejarse conducir por El. Esto exige también dejarse guiar por su Palabra, decir amén a sus designios y aceptar a Dios como Dios sin reserva alguna[2]. En el Nuevo Testamento la fe es un reconocimiento de la propia incapacidad y la confianza en el poder de Dios actuando a través de Jesús. Los pobres son los que acogen el primer anuncio de la salvación (Lc 1, 46-55). Entorno a Jesús que es pobre (11, 20) y se dirige a los pobres (5, 2-10; 11, 5 p) se constituyó una comunidad de pobres, de “pequeños” (10, 42) cuyo vínculo más precioso es la fe en Él y en su Palabra (18, 6-10)[3]. 

La conciencia de la propia incapacidad, de nuestros propios límites y de la propia debilidad humana es la puerta de la fe, porque nos hace pobres de espíritu ante Dios y nos empuja a esperarlo todo de Él. Por eso la moral evangélica es la de las Bienaventuranzas. Creemos en proporción a nuestra pobreza de espíritu. Pobre de espíritu es aquel que ha sido despojado de la seguridad en si mismo, aquel que sabe que sus propias fuerzas no serán suficientes. Este hombre lo espera todo de Dios. 

Por eso para que tú llegues también a esperarlo todo de Él debes perder primero todo. Sólo entonces empezarás a esperarlo todo de Dios. Cuando experimentes tu debilidad, espera con confianza la intervención milagrosa de Dios. Porque la invalidez del niño le "obliga" a manifestarle su amor. Si te sientes fuerte en tus posibilidades tu fe no se puede desarrollar ni profundizar. Para eso necesitas experimentar que no puedes. Tu debilidad, tu impotencia y tu incapacidad se convertirán en una especie de fisura por la que se irá filtrando la gracia de la fe[4].

El reconocimiento de la propia nada, sin fe en el amor de Dios, conduce a la tristeza, a la desconfianza, al desánimo, e incluso a la desesperación. Dios no quiere que te fijes sólo en tu propio mal. Su deseo es que, al ver tu propia debilidad, pongas en Él toda tu esperanza; desea que encuentres la esperanza en su amor y en su insondable misericordia, pues Dios siempre te envuelve con su amor, a pesar del mal que experimentas en ti. El proceso de ver cada vez con mayor claridad tu propio mal, debe ir acompañado de un conocimiento cada vez más profundo del insondable amor de Dios.

Debes creer en el amor de Dios que continuamente te obsequia con sus dones. El pecado de orgullo es quien nos impide percibirlo. De ahí viene que tengamos tan poca gratitud. "Y es ella –dice santa Teresita- la que alcanza más gracias de Dios"[5]. Es más, donde no hay gratitud, aparece su contraria, la ingratitud. Ésta última, en cambio, según afirma san Buenaventura, es la raíz de todo mal. 

¿Qué sucede si no adoptas la actitud apropiada ante Dios? ¿Si te atribuyes a ti mismo sus innumerables dones? ¿No son acaso esos dones las perlas de las que Jesús habla en el Evangelio? Él aunque desea obsequiarte incesantemente con sus dones, para no exponerte a una culpa aún mayor, la de desperdiciar sus gracias, se ve "obligado" a limitarlas. Jesús en el Evangelio advierte que no se echan perlas a los cerdos (cf. Mt 7, 6). Jesús, con esta expresión, se refiere a quienes se atribuyen a sí mismos los dones que reciben de Dios.

La actitud de infancia, según enseña Santa Teresita, es un abandono confiado en los brazos del Padre. "Un día, -recuerda su hermana Celina-, entré en la celda de nuestra querida Hermanita, y quedé sobrecogida ante su expresión de gran recogimiento. Cosía con gran actividad y, sin embargo, parecía perdida en una contemplación profunda: '¿En qué pensáis?, le pregunté. Medito el Pater, me respondió. ¡Es tan dulce llamar a Dios Padre nuestro! ...'. Y las lágrimas brillaron en sus ojos"[6]. 

Sus lágrimas expresaban la particular conmoción interna de una persona unida a Dios con lazos íntimos. "Amó a Dios -escribe luego Celina- como un niño querido ama a su padre, con demostraciones de ternura increíbles. Durante su enfermedad llegó a no hablar más que de él, tomó una palabra por otra, y le llamó: 'Papaíto'. Nos echamos a reír, pero ella replicó toda emocionada: ¡Oh, sí, él es en verdad mi Papaíto!"[7].

El conocimiento cada vez más profundo del amor paternal de Dios ahondaba su deseo de responder a él continuamente con la confianza de niño, con la oración, con la obediencia y con la entrega de su vida, con el sacrificio.

Su intimidad con el Padre se profundizaba en la medida del sufrimiento que la acompañó de modo particular durante la enfermedad. La actitud de infancia, que se había convertido en su propio camino de unión con Dios, se expresó entonces en el deseo de ir transformando todas sus experiencias difíciles en un sufrimiento por amor. En aquel período, el último de su vida, cuando su imagen de Dios era más plena, Santa Teresita, al dirigirse al Padre, lo llamó: "Papaíto".

Solamente podemos suponer qué significaba para ella aquella expresión, pues la imagen que tenemos nosotros de Dios Padre, formada generalmente a partir de la imagen del padre de la tierra, es muy pobre e imperfecta. De hecho, ni siquiera el mejor padre de la tierra, puede compararse con el Padre del Cielo que tanto nos ama. La parábola del hijo pródigo nos descubre de algún modo su amor por nosotros, cuando el padre al ver volver aquel hijo, culpable de tantos delitos, “conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente." (Lc 15,20). 

La actitud de niño es la confianza de que Dios Padre siempre nos da lo mejor. Permanecer en la verdad, y la confianza que de ella nace, constituyen elementos fundamentales de la Infancia Espiritual, uno de los caminos más cortos a la santidad. Santa Teresita ha mostrado de nuevo al mundo este camino.

Si te presentas ante Dios con confianza, reconociendo en la verdad tu propia debilidad, Él te llenará de su poder. Él te llenará también de su sabiduría, expresada en las palabras de Cristo: "pues el más pequeño de entre vosotros, ése es mayor." (Lc 9,48). "La santidad, no consiste en tal o cual práctica, sino en 'una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad, y confiados hasta la audacia en la bondad del Padre'"[8].