El obrero del Señor

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El obrero de Dios es aquel que en cualquier senda de educación y en
cualquier corriente religiosa sigue adelante, ayudando, comprendiendo, perdonando y sirviendo, para cumplir siempre la voluntad del Supremo Creador.

El obrero del Señor, donde quiera que surja, es conocido por rasgos
esenciales.
No piensa en su propio interés.
No exige cooperación para hacer el bien.
No crea problemas.
No sospecha mal.
No cobra tributos de gratitud.
No arma celadas.
No convierte el servicio en un fardo insoportable en los hombros del
compañero.
No transforma la verdad en un puñal de fuego en el pecho de los semejantes.
No reclama santidad en los otros, para ser útil.
No fiscaliza el centavo que da.
No espía los errores del prójimo.
No promueve el examen las conciencias ajenas.
No se cansa de auxiliar.
No hace huelga por sentirse desatendido.
No desconoce sus flaquezas.
No cultiva espinos de intolerancia.
No hace una colección de quejas.
No pierde tiempo en luchas innecesarias.
No tiene la boca untada de veneno.
No siente cóleras sagradas.
No levanta monumentos al derrotismo.
No se impacienta.
No se exhibe.
No acusa.
No critica.
No se llena de soberbia.

Escoge amar... en vez de odiar.
Reír... en vez de llorar.
Crear... en vez de destruir.
Perseverar... en vez de desistir.
Alabar... en vez de difamar.
Curar... en vez de herir.
Dar... en vez de robar.
Actuar... en vez de criticar.
Crecer... en vez de estancarse.
Orar... en vez de maldecir.

No quieras de nadie cambios repentinos.
Toda renovación es servicio del tiempo.

El fruto nunca surge antes que la flor en la rama.

Sin terreno adecuado la simiente no germina.

Todo se perfecciona.