El ladrón que quiso robara Cristo
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En una ciudad de Alemania llamada Wursburgo, hay en la cripta de un templo una Cruz muy famosa que tiene gran valor artístico. Esta Cruz tiene algo distinto y muy curioso: el Crucificado tiene sus manos libres de los clavos y las tiene cruzadas sobre el pecho. A este Crucifijo le tienen una gran devoción los habitantes de aquella región y cuentan sobre él una leyenda que explica la posición de sus brazos. Resulta que hace muchos años entró un ladrón a robar por la noche al templo. Cuando se acercó al gran Crucifijo vio que sobre la cabeza del Señor había una valiosa corona con joyas preciosas. El ladrón no dudó ni un instante en robarla para luego venderla y obtener un buen dinero, sin importarle que con ello cometía un robo sacrílego. Consiguió una escalera y por ella subió para quitársela al Cristo. Cuando trató de tomar la corona, sintió con gran miedo que dos manos lo abrazaban: eran las mismas manos del Cristo que lo estaban abrazando. Quedó mudo de terror y sintió fuertes escalofríos. Sus ojos, casi fuera de sus órbitas, miraban de frente los ojos de Jesús a escasos centímetros de distancia. No podía soltarse del abrazo. Así estuvo un largo tiempo: mirándose los dos cara a cara. La mirada de Jesús acabó por convencerlo. Empezó a pensar que por sus pecados Cristo estaba crucificado.
Y, al darse cuenta del mal que estaba haciendo, empezó a llorar de arrepentimiento. Sus lágrimas comenzaban a correr a raudales por sus mejillas.
Le pidió perdón por sus múltiples pecados y al final fue el mismo ladrón quien se abrazó fuertemente al cuerpo herido del Crucificado.
Así los encontraron al amanecer.
La mirada de Jesús bastó para arrepentir al ladrón. Precisamente, el
Papa Juan Pablo II nos invita a mirar a Cristo para lograr nuestra
conversión.