Dios vendrá esta noche

Autor: Padre Ignacio Larrañaga

Libro: El hermano de Asís

 


Llegó el gran día. El 24 de diciembre todos los hermanos, de los eremitorios circunvecinos se hallaban ya en la gruta de Greccio. La alegría que reinaba entre ellos era inexplicable. Francisco no parecía, ciudadano de este mundo.

A media tarde se reunieron todos en la cabaña. Francisco se dispuso a hablarles a fin de prepararlos para vivir plenamente el misterio de Nochebuena. Se sentaron todos en el suelo. El Hermano se arrodilló delante de ellos apoyándose sobre los talones. Comenzó a hablarles con cierto aire de misterio:

Dios llega esta noche, hermanos. Dios llegará a medianoche y colmará todas las expectativas. Dios vendrá sentado sobre un humilde burrito, dentro del seno de una, Madre Pura. Dios vendrá esta noche y traerá regalos. Traerá una cajita de oro repleta de Humildad y Misericordia. La ternura vendrá colgando de su brazo. Dios vendrá esta noche.

Todo esto lo dijo Francisco con los ojos cerrados. Los hermanos permanecían inmóviles con los ojos sumamente, abiertos. Francisco continuó: Dios vendrá esta noche y mañana amanecerá el Gran Día. Dios vendrá esta noche y la casa se llenará de perfume de violetas y amapolas.
Dios vendrá este, noche, y herirá con un rayo de luz las oscuridades ocultas y mostrará un Rostro a todas las gentes. Saldrá el Señor desde el Oriente y, avanzando sobre las aguas liberadoras, llegará hasta nosotros esta misma, noche, y no habrá más cadenas.

Dios vendrá esta noche, y arrancará las raíces del egoísmo y las sepultará en las profundidades del mar. Dios vendrá esta noche, y nos señalará sus caminos y avanzaremos sobre sus sendas. El Señor está a punto de llegar con resplandor y poder. Vendrá con la bandera de la Paz y nos infundirá Vida Eterna. ¡Ya llega!

Había caído la noche. A las pocas horas, los hermanos contemplaban desde la gruta, un espectáculo nunca visto. La montaña estaba, en llamas. Los vecinos de Greccio, hombres, mujeres y niños, abandonaron sus casas con las puertas bien cerradas y empuñando antorchas de todo género y tamaño, descendían la montaña entre cánticos de alegría.

El pueblo llameante descendía hasta la hondonada, y desde allí comenzó a subir lentamente por los recodos de un sendero hasta llegar a la gruta. 
El roquedal iluminado por las antorchas producía una impresión imposible de describir.

Habían preparado a la entrada de la gruta un enorme pesebre con heno y paja. A un lado, permanecía en pie un manso burrito sin dejar de comer en todo tiempo. Al otro lado, un buey no menos manso. Junto al pesebre, de pie, deshecho de consolación y felicidad, el Pobre de Asís esperaba el comienzo de la liturgia.

Francisco se revistió de dalmática, para oficiar de diácono. Comenzó la Misa. Llegado el momento, anunció con voz sonora la Buena Noticia del 
Nacimiento del Señor. Cerró el misal. Salió del altar. Se aproximó al pueblo, situándose entre el pesebre y la gente.

Principió a hablar. Parecía que iba, a estallar en llanto. Repetía muchas veces: ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor! No enhebraba correctamente las frases 
gramaticales. Más tarde comenzó a pronunciar repetidamente estas palabras sueltas: Infancia, Pobreza, Paz, Salvación y, al final, agregaba 
siempre como un estribillo, ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor! Una y otra vez parecía encontrarse al borde del llanto.

Pero sucedió lo inesperado. Poco a poco se desvaneció la amenaza de llanto, quedando el Hermano completamente sereno, insensible y 
ausente. Al parecer, Francisco perdió la conciencia de su identidad, el sentido de la ubicación y la noción de su circunstancia, y se "ausentó por 
completo". Había sido arrebatado por una fortísima marea.

Olvidando a la gente, comenzó a dirigir la palabra, a "Alguien" que supuestamente se encontraba sobre el pesebre, como si en el mundo no existiera nadie más. Hacía, lo que una, madre hace con su bebé: le 
sonreía, le hacía, gestos y le decía las expresiones que las mamás hacen con el niño en la cuna.

Pronunciaba, "Jesús", "Niño de Belén" con una cadencia, inefable. Al pronunciar estas palabras, era coma si sus labios se untaran de miel, y 
paladeaba como quien le gusta, el dulce que se le ha pegado a los labios. Repetía muchas veces la palabra "Beth-le-em" como si fuere, el balido de una oveja del establo de Belén.

Se inclinaba sobre el pesebre como si fuera a besar a alguien o a tomarlo en sus brazos, coma si fuera a hacer las carantoñas que hacen las mamás a sus pequeñitos.

Juan Velita aseguró haber visto allí con sus propios ojos al Niño Jesús dormido. Al sentir el contacto de las caricias de Francisco, el Niño despertó y sonrió al Hermano. Eso afirmó Juan Velita.

Fue una noche inolvidable. Todos los habitantes de Greccio tuvieron la impresión de que su gruta, se había transformado en un nuevo Belén, y contaban milagros.