Consigna de honor

Autor: Dante Gebel


Los soldados aguardan formados, en un respetuoso silencio.
Viven los mediados de la década del sesenta. Los Estados Unidos de 
Norteamérica toman una decisión geopolítica de importancia. Reemplazan 
militar y políticamente a la decadente presencia del imperio colonial 
francés en Vietnam.

Entre ellos hay padres de familia con sueños propios, con metas a largo 
plazo. También están los más jóvenes. Algunos con novias, a punto de 
casarse. Otros con grandes proyectos de estudios. Y los que no tienen a 
nadie, excepto este grupo de camaradas que van a la guerra. Quizá, algún 
día soñaron con formar parte de este ejército, a lo mejor, porque no 
pertenecían a ningún otro lugar. Pero se les nota, muy en el fondo de la 
mirada, que aún son demasiado niños, aunque vistan un impecable 
uniforme militar.
Como sea, todos tienen muchas cosas en común. 
Sueños de libertad. Deseo de pertenecer. Sed de una buena batalla, 
aunque suene desconocida y esté demasiado cerca. 
No son guerreros de alma, son apenas una rara mezcla de hombres 
jóvenes, que no conocían la guerra, y unos pocos mayores con cicatrices y 
galardones de combate.

Pero en definitiva, son hombres.
Y aguardan, formados en el imponente hangar aéreo, alguna motivación 
que les de un empujón hacia la batalla. 
En realidad es un duelo personal y sangriento entre estrategas del arte 
de la guerra.

Ahora el teniente coronel Hal Moore tiene que dar un discurso a sus 
soldados y sus familias en la víspera de su entrada en combate. 
Entre ellos, escuchando a su marido, se encuentra la mujer de Moore, 
Julie, quien lo había visto levantado hasta altas horas estudiando libros 
de historia sobre masacres diversas, planeando una estrategia más 
segura para sus hombres, el Primer Batallón del Séptimo de Caballería, el 
mismo regimiento que comandó el general George Armstrong Custer.

El siguiente domingo, el teniente coronel Hal Moore y sus jóvenes 
soldados tomarán tierra en la Zona de Aterrizaje X-Ray, en el valle Ia 
Drang, una región de Vietnam conocida como el Valle de la Muerte. 
Por eso el Coronel sabe que no será una tarea sencilla.

Moore observa a su tropa detenidamente. Y luego, lanza el desafío, y 
las únicas dos promesas que les podrá hacer.

-Esta no será una batalla fácil, acaso ninguna lo sea.
Pero sólo puedo prometerle dos cosas. La primera: Seré el primero en 
avanzar y el último en retirarme del campo de batalla. Y la segundo, les 
doy mi palabra de honor, que todos, vivos o muertos, regresarán a casa.

Otra historia similar. Israel, unos 1.010 años antes de Cristo.
Otro pelotón, otra tropa, pero con el mismo común denominador. Sed de 
nuevas batallas. Otra vez, el recurrente cuadro. Jovencitos, padres de 
familia, una decena de hombres de combate, cientos de novatos.
Y otro Teniente Coronel.
Este hombre tiene mil batallas y estrategias de guerra en su haber. 
Debe capturar Jerusalén de los Jebuseos y hacerla su capital. 
El sabe que su fuerte liderazgo atrae a los jóvenes valientes y les 
inspira lealtad intensa, lo cual no es poco para comenzar. 
Pero hay una sustancial diferencia con la historia americana. Esta vez, 
los soldados no esperan un discurso. Ellos son quienes van a hablar.
Un delegado, se cuadra delante del batallón, toma la palabra y levanta 
su voz, para que se escuche en todo el inmenso y desértico Hebrón.
-Aquí estamos, somos tu ejército. Carne de tu carne y hueso de tus 
huesos. Tus victorias son las nuestras y también tus derrotas. Aún cuando 
teníamos otro Jefe de las fuerzas armadas, eras tú quien nos sacabas a 
la guerra y nos volvías a traer. Como sea, siempre nos has traído de 
regreso a casa.

Las dos crónicas pertenecen a historias reales. La primera fue llevada 
a la pantalla grande de la mano del laureado director Randall Wallace e 
interpretada por Mel Gibson, en la famosa "We were soldiers" (Fuimos 
soldados).
La segunda está descrita en el capítulo 5 del segundo libro de Samuel, 
en el momento exacto que David es proclamado Rey de Israel, y en las 
horas previas a la toma de la fortaleza de Sión.

En ambas historias, aparecen los mismos muchachos que en cuestión de 
horas, sentirán el fragor de la batalla. Y coincidentemente, tendrán las 
mismas consignas. La lealtad de un ejército no se consigue peleando 
como una suerte de reconcentrado estratega que no se mueve de su bunker 
subterráneo y que como un lúcido e inescrupuloso jugador de ajedrez 
experimenta con sus hombres el poder real su enemigo. La lealtad, 
caballeros, se logra "siendo el primero en avanzar y el último en retirarse del 
campo de batalla".
Como lo prometiera el Coronel Moore. O como lo hiciera, tantas veces, 
el mismo David. Inclusive, a éste último, más de una vez sus generales 
tuvieron que advertirle que no se expusiera demasiado. "Si te matan, 
David, apagarás la lámpara de Israel; déjanos pelear a nosotros".
Es que no se comanda a una tropa desde el inerte escritorio de una 
oficina, o dibujando cronogramas en un pizarrón.

Por otra parte, es determinante, traer a la tropa de regreso a casa. La 
historia ha atestiguado de aquellos estadistas desalmados que han 
empujado a una nación a la guerra, con consecuencias trágicas. No traerlos 
de regreso, significa enviarlos a un suicidio en masa. Sin estrategia, 
sin coartadas, con armas arcaicas, sin un plan alternativo.

Quizá por eso, me fascinan ambas historias. Por sus consignas. Porque 
un ejército cuyo Comandante no los abandonará y los traerá de vuelta, es 
un batallón que traerá victorias a la bandera. Inclusive, más allá de 
los resultados. Porque las verdaderas batallas, no se miden por las 
tierras conquistadas, o las bajas enemigas. Sino por el valor de sus 
hombres.

Y tal vez por esa misma razón, escribo esta nota.
A través de estos años, la vida me ha topado con muchos líderes 
juveniles. Gente con sueños de multitudes, sedientos de victorias, con hambre 
de pelear contra una religión organizada que tanto daño le ha hecho a 
la creatividad Divina. Todos, sin excepción, con intenciones loables.
Pero he visto a muy pocos, con el código de honor del Coronel Moore o 
el Rey David. Y es gratificante saber que algunos, aunque muy pocos, 
cuentan con ese código militar divino.

Cada vez que el Señor me permite alistar a una nueva generación para la 
batalla, observo los mismos rostros de siempre. Muchachos a los que la 
vida no les ofreció la gran oportunidad de servir en una causa noble. 
Algunos con pocas o casi ninguna batalla significativa en su haber. 
Padres de familia, estudiantes, indoctos y profesionales. La mayoría, son 
apenas aquel grupo de "menesterosos, endeudados y marginados" que alguna 
vez encontraron en David a alguien que les devolviera su dignidad y los 
comprometiera con una causa.

Los soldados han esperado durante varias generaciones en respetuoso 
silencio. Obsérvalos con detenimiento. No parecen entrenados, no suenan 
confiables. Pero tienen lealtad, lo cual no es poco para causar una 
revolución militar.

Los jóvenes sólo esperan a Coroneles que no los envíen a la guerra con 
un simple plano de donde deben desembarcar. Están hartos de aquellos 
líderes que les dicen cómo pelear las mil batallas de la vida, desde el 
mullido sillón de una oficina. No los alentará oír otro sermón de cómo 
ganar. No los atraerá que sólo se les enseñe a pelear y plantar bandera.
Ellos necesitan un nuevo discurso. Alguien que les ofrezca el mismo 
código de honor de rey David o el Coronel Moore.

- Seremos los primeros en avanzar y los últimos en retirarnos del campo 
de batalla. Y todos, regresarán a casa.

Son pocos los que tienen el deseo vivo de salir a ganar a una 
generación junto a ellos. Reconozco esa llama sagrada. No abundan aquellos que 
no se han contaminado con el sistema apático y religioso, ni están 
detrás de un reconocimiento humano. 
Son contados, aquellos que nos animamos a correr el riesgo de colocar 
el primer pié en territorio enemigo, con todo el precio de la crítica 
que eso conlleva. Orillando en la delgada línea de ser pionero y casi un 
mártir, por atreverse a caminar una milla extra. 
Y también son muy pocos, aquellos que desean formar al ejército, 
brindarle el mayor arsenal posible, para que no queden tendidos en la arena 
de la batalla, sino que puedan estar de regreso. Para otras nuevas 
batallas. 

Sin subestimar a nadie, recuerdo un viejo proverbio árabe que rezaba: 
"Un ejército de ovejas comandado por un león derrotaría a un ejército de 
leones comandado por una oveja". Y se que en el Reino, hay muchos de 
esos potenciales leones, que puede transformar a un grupo de proscriptos 
a los que la vida dejó fuera de las grandes ligas, en valientes 
estrategas de guerra.

Me gusta cuando el ejército es quien decide los honores. Me fascina y 
llena mi corazón cuando el reconocimiento nace fuera del oficialismo 
religioso, y luego, a las grandes comisiones, solo les restará reconocer 
lo que el pueblo ya ha otorgado por mérito. 
Debo confesar que soy adepto a que sea la prensa, los inconversos, o 
los mismos jóvenes quienes un día, en un contemporáneo monte de Hebrón, 
reconozcan a quienes los conducen a la guerra. 
Es que los diplomas nunca enviaron a nadie a la batalla, 
necesariamente.

Esto recién comienza, pero hay un grupo de hombres, allá afuera, que 
reconoce a estos líderes jóvenes como aquellos que los han comprometido 
con una causa noble y por la que vale la pena pelear. Y es esa misma, la 
razón por la que me agrada escribir este artículo.

Y ahora, echa un último vistazo a la tropa. Como dije, algunos parecen 
niños. La mayoría son novatos, y muy pocos tienen experiencia de 
guerra. Pero poseen un denominador común. Un adjetivo que los hace, en algún 
punto, exactamente iguales.
Tienen una consigna de honor.