Carta de un soldado

Autor:

 

Un sacerdote argentino, misionero en Asia, le envió esta carta a su madre moribunda, aquí en nuestro país:

"Mi siempre linda mamá:

Ya va saliendo el sol. La noche queda atrás, es preciosa la aurora; a la luz de la fe las cosas se ven más claras, el corazón se fortalece y la sonrisa se ensancha.

Piense en Dios que lo demás no importa. Ámelo y pleguese con El y por El y, de paso, un poquito por usted misma, ¡porque usted es de Dios!

¡Ya va llegando! Ya se van abriendo ante sus ojos los infinitos horizontes del mundo de Dios. ¡Qué vista! ¡Qué grandeza! ¡Qué paz! Ya no habrá más tierra. ¡Solo cielo! ¡Solo Dios! Usted supo ser fiel. Dentro de poquito viene el premio y Dios da a lo Dios.

Regale, mamá, sus flores; suelte sus canarios; deje sus chucherias; adórnese el cabello; póngase buena moza; mire el crucifijo, hágale una guiñada de ojos y con la mejor de sus sonrisas extiéndale los brazos con el último de sus simpáticos regalos: su dolor. Dígale que venga a buscarla cuando guste, que usted ya está preparada, que lo espera, y hasta puede usar la frase tan llena de amor y de fe que nuestros hermanos mayores del primitivo cristianismo tenían tan frecuentemente en sus labios: ¡Ven Señor Jesús!

Que no se le ocurra querer verme por última vez. Eso no se lo permito. Yo quiero verla muchas veces más. Y sé que usted también. No dude un segundo: la esperanza nos asegura que lo haremos, que nos veremos muchas veces más, que conversaremos largo y seguiremos juntos el resto del camino con toda la eternidad por delante.

Dele un beso al crucifijo. El la quiere. ¡Dígale muchas veces que usted también! Hasta luego, mamita. Que Dios la bendiga. Un beso grande".

Su hijo sacerdote.