Aceptar los defectos de los demás
Autor: Padre Francisco Macaya
Una de las causas principales de nuestra mala convivencia es el no saber aceptar los defectos de los demás. Con demasiada frecuencia escuchamos frases como ésta: "no puedo convivir con él o ella, porque es un egoísta, un soberbio o ......"
Y yo me pregunto: ¿no dirá lo mismo aquél de quien dices tiene tal defecto?
La experiencia nos enseña que "no hay nadie sin defectos". Un proverbio latino dice: "El que desee un caballo sin defecto, que marcha a pie".
Efectivamente, todas las personas tenemos una montañita de defectos, los veamos o no los veamos, los perciban quienes nos rodean o no. Por ello, quienes conviven con nosotros tendrán que aceptarnos así, con esos defectos, si quieren que la convivencia sea posible. Eso sí, cada uno tiene que luchar para irlos eliminando. Una ayuda eficaz para conseguirlo es "la corrección fraterna".
Cuando decimos que hay que aceptar a la gente como la gente es, no queremos decir que uno debe aceptar sus defectos como inevitables y contentarse con el "yo soy así".
Tenemos que empezar por ser sinceros con nosotros mismos, atrevernos a enfrentarnos con el espejo y reconocernos tal cual somos. Tarea nada fácil, porque siempre es difícil reconocer los propios defectos, ya que, normal- mente, los amigos no nos suelen decir por no hacernos sufrir y los enemigos se alegrarán de que esos defectos persistan.
Tenemos que ser tan humildes para reconocer que lo más probable es que nosotros nos corrijamos de algunos defectos, pero difícilmente lograremos arrancarlos totalmente. Por ello, si nos acostumbramos a aceptar a la gente tal y como ella es, con sus fallos y defectos, difícilmente podremos llegar a quererlos e, incluso, convivir con ellos.
Entre las personas, desgraciadamente, suele suceder que muchas vidas de relación tienen tres etapas:
1ª. En ésta el enamoramiento no deja ver los defectos del otro.
2ª. Los defectos comienzan a aparecer y nos preguntamos si no nos habremos equivocado en la elección de nuestra pareja o de nuestro amigo.
3ª. Ya "sólo" se ven esos defectos, multiplicándolos y nosotros nos hacemos incapaces de ver los nuestros.
Por fortuna, no siempre es así: hay personas –no demasiadas- que han aprendido a ver las virtudes de los demás y saben poner entre paréntesis sus defectos. Personas que practican lo que decía un escritor: "Cuando mis amigos son tuertos, yo los miro de perfil".
Yo me pregunto: ¿No será ésta la causa de la mala convivencia entre los hombres: no querer aceptarse mutuamente los defectos de cada uno?
En lugar de dedicarnos a condenar a esos acusados, mejor sería esforzarnos por ayudarles amistosamente a luchar contra esos fallos. O, con otras palabras, practiquemos la "corrección fraterna".
Desde el Antiguo Testamento, nos muestra la Sagrada Escritura cómo Dios se vale frecuentemente de hombres llenos de caridad para advertir a otros de sus defectos. El Libro de Samuel, por ejemplo, nos presenta al profeta Natán, enviado por Dios al rey David para que le hable de los pecados gravísimos que había cometido.
Uno de los mayores bienes que podemos ofrecer a nuestros amigos, es la ayuda de la "corrección fraterna". Esta ayuda debe nacer de la caridad, del amor. Se sufre al recibirla, porque cuesta humillarse. Y también cuesta el hacerla.
La corrección fraterna es evangélica; los primeros cristianos la llevaban a cabo frecuentemente, tal como había establecido el Señor: "Ve y corrígele a solas". San Pablo escribe a los fieles de Tesalónica: "si alguno no obedece a lo que decimos, no le miréis como enemigo, sino corregidle como a hermano".
Entre las excusas que se suelen aducir para no llevarla a cabo o para retrasarla está el miedo a entristecer a quien hemos de hacerle la corrección. Resulta paradójico que el médico no deje de decir al enfermo que, si quiere curarse, debe sufrir una dolorosa operación.
Y sin embargo, los cristianos tenemos muchas veces reparos en decir a quienes convivimos que está en juego la salud espiritual. Por desgracia son muchos los que ven a sus amigos en el pecado o a punto de caer en él y permanecen mudos, y no mueven un dedo para evitarles ese mal.
Nos preguntamos: ¿seremos verdaderos amigos si nos portamos de ese modo, no ejercitando la corrección fraterna?
Por nuestra parte, hemos de recibirla con humildad y silencio, sin excusas, conociendo la mano de Dios en ese buen amigo, que se interesa de verdad por nuestra salud espiritual.