Los dados

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¿Juega usted a los dados? Si contestó que si, diga por favor con qué frecuencia… ¿Está seguro de su respuesta?... Veamos 

Hacen unos días cayó en mis manos un libro, que me hizo meditar sobre la frecuencia con que juego mis tesoros por una tirada de dados, y creo que vale la pena considerar un poco estas reflexiones. 

El escenario es una colina pelada, fea y estéril, perfilándose contra el cielo gris, oscurecido por el horror de toda la creación, ante las últimas palabras de su Creador, que moría en medio de dos ladrones. 

Tenía el rostro deformado por los infinitos golpes que había soportado en silencio. Su cabeza estaba perforada en muchos puntos dolorosísimos, por una especie de “casco”, fabricado con espinas, que le había sido encajado con fuerza, y afianzado en su carne a base de golpes de palo, de tal manera, que la sangre que brotaba de allí le cubría todo el rostro, haciendo difícil reconocer aquella mirada que se elevaba al cielo mientras decía “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”. 

En su cuello se podía ver la angustia y el dolor, proporcionado por cada bocanada de aire que difícilmente pasaba por su garganta, seca como un desierto. El esfuerzo de cada respiración lo hacía levantar la cabeza, golpeando y raspando la nuca coronada contra el madero de la cruz. 

Su cuerpo se agitaba fuertemente, por las contracciones involuntarias de los calambres que le ocasionaba la falta de oxígeno y la distensión de la pleura, haciendo que todo su peso cuelgue de los clavos que habían traspasado sus manos. 

Ese cuerpo, cubierto de sangre coagulada, mezclada con tierra y salivazos, con incontables llagas que ardían como en una competencia de “a ver quién produce más dolor”, tenía que apoyarse de a ratos sobre los pies clavados, para poder tragar una bocanada más de aire, esperando a que se cumpla todo lo profetizado en las Escrituras. 

No fue suficiente lastimar su cuerpo hasta el último rincón, había que lastimar también su alma, destrozarlo completamente, para alegría de los demonios que se adueñaron de la Tierra desde la noche anterior, y la mejor forma era exhibirlo desnudo. Lo desnudaron, y así lo elevaron “entre el cielo y la tierra”. 

La cruz se sacudía a todo lo largo con cada espasmo, crujía y sonaba con cada golpe del agonizante, y dejaba caer a chorros hasta la tierra las últimas gotas de la sangre que Jesús derramaba, entregando su aliento doloroso al Padre que desde el Cielo contemplaba, estremecido, la danza de los demonios festejando su hazaña alrededor de la colina. 

A poca distancia de la cruz, se ven unas siluetas que se sacuden por el llanto, abrazando a una madre que en silencio derrama lágrimas, mientras su alma impotente siente cada uno de los dolores de ese hombre que tantas veces se cobijó en su regazo a descansar. ¿Puede usted imaginarse por un instante el dolor, la angustia, la impotencia de María? 

“He ahí a tu hijo…” Un día tuviste que aceptar el oprobio, el desprecio, las lenguas insidiosas, las dudas y los chismes, y ahora además, tienes que aceptar a todos estos que me están matando, como a hijos tuyos, y tienes que amarlos, cuidarlos e interceder por ellos por el resto de la eternidad. ¿Me ayudas, Madre? 

Qué cantidad de mensajes se cruzarían entre los ojos del Hijo agonizante y la Madre angustiada. ¡Qué cantidad de amor! ¡Qué misterio tan estremecedor!... 

Sin embargo, al pié de la cruz está también otro grupo de hombres, que agachados parecen estar muy ocupados en algo. Acerquémonos para ver qué es lo que hacen, parece ser muy importante… 

Son los soldados, que están jugando las prendas que le sacaron a Jesús al momento de clavarlo en la cruz. Lo hemos leído muchas veces en la Biblia , lo hemos visto otras tantas en el cine, pero… por lo menos yo, confieso que nunca lo había meditado. 

Esos soldados tenían la mirada concentrada hacia abajo, para no perderse las vueltas que daban los dados mientras, encima de ellos, se desarrollaba el drama más importante de la historia humana. Ellos estaban preocupados por apoderarse de las sandalias, el manto o la túnica, mientras de la cruz se deslizaba hacia el suelo la sangre que con tanta generosidad derramaba su Dios para salvarlos. 

Entre ellos estaban los que habían agarrado el martillo, los que habían estirado los brazos y las piernas de Jesús, estaban los que habían dado vuelta la cruz para doblar los clavos por la parte de atrás a fin de que no se fueran a salir… Estaban también los que habían levantado la cruz y la habían dejado caer en el hueco excavado para sujetarla contra el piso con tremendo sacudón… Sí, estaban todos ellos… 

La salvación del género humano se desarrollaba a unos centímetros de sus ojos, mientras ellos pensaban solamente en llevarse a su casa las sandalias del carpintero, envejecidas de caminar juntando el polvo de los caminos de Judea, la túnica empapada en sangre, o el manto hecho un revoltijo. 

¿Son solo soldados los que ríen a carcajadas y manotean los dados junto a la cruz? No, no están solo ellos, estamos todos los que a diario dejamos deslizar nuestros días pensando en un mañana que nunca llega, somos todos los que mantenemos la mirada fija en la tierra y sus placeres, mientras a nuestro lado agoniza Jesús con el rostro de nuestros ancianos, enfermos y abandonados. 

Somos nosotros, que nos afanamos minuto a minuto por el mísero dinero, por los placeres de la carne, por las comodidades del siglo, olvidando que a pocos pasos se sacude, cada día, el cuerpo de Jesús en el grito silencioso de un niño abortado por un supuesto derecho a elegir. 

Somos nosotros, que manoteamos los dados, y los arrojamos con carcajadas mientras la corona de espinas se clava un poco más, mientras permanecemos indiferentes a la angustia de los demás, a causa de nuestra auto compasión, que con su excesivo peso nos deja impide levantar la mirada. 

Me horroriza la idea de pensar que cada uno de mis pecados se refleja en un latigazo, en un salivazo, un martillazo o un sopapo, pero… ¿Qué pienso de mi indiferencia, qué de las múltiples veces que olvido la Cruz pensando solo en las sandalias que quisiera llevar a mi casa? 

¿Por qué, Dios mío, soy tantas veces incapaz de levantar mi mirada a tus pies perforados, que están tan cerca de mis ojos? ¿Por qué dejé tantas veces que tu sangre salvadora se pierda en la tierra, cuando la desprecio con mi falta de amor en la Santa Misa ? 

¿Por qué no se me ocurre abrazarme a esa Cruz, y vaciar en ella todos mis dolores, mis angustias y mis penas, y así compartir contigo una mínima parte del dolor que Tú padeciste y todavía hoy sufres? 

¿Por qué no me ato a esa Cruz para siempre? ¿Por qué no soy capaz de morir yo también en ella? ¿Por qué me cuesta tanto aceptar mi pequeña cruz de cada día, olvidando toda esta escena que fue concretada por el peso de mis culpas? 

¡Perdóname Señor, por pasar mi vida mezclado entre los soldados, en lugar de acercarme a María y llorar con ella; en vez de consolarla, de acompañarla, cuando te mira agonizar por mis culpas! ¡Ten compasión de mí! 

Permíteme Señor y Dios mío, que estire mi brazo, y pueda recoger una pequeña gota de la preciosa Sangre que chorrea por tu Cruz, y con ella seré sano y salvo para siempre. 

¡Ayúdame a levantar la vista, y a separar de mí los dados con los que irresponsablemente me juego la eternidad! ¡Ayúdame a ver de frente y crudamente los pies traspasados de mi Salvador, sabiendo que mis pecados son la causa de esos agujeros inclementes! 

Señor, estoy cubierto por el fango de mis pecados. Pesa tanto sobre mí, que ya ni lo siento, su hedor no llega a mi nariz, y su peso me tiene pegado a la mentirosa comodidad que ocasiona mi indiferencia. Sé que nunca voy a poder salir solo de esta tristeza de todos mis días y es por eso que te necesito. 

Permíteme Señor abrazarme fuertemente a los pies de tu Cruz, y que tu Sacratísima Sangre limpie mis heridas. Déjame por favor apretarme a ese santo madero, y que mis ojos dejen caer las lágrimas que hace tanto tiempo oculto con la máscara social con la que comúnmente me presento. Dame la gracia de llorar hasta vaciar este peso que ahoga mi conciencia, dame la gracia de levantar mis ojos al pie de tu Cruz. 

Y haz que luego de ese abrazo, quede limpio y fuerte, y que con el rostro nuevo de una nueva vida, a la sombra de tu Cruz gloriosa, sea yo capaz de tomar la mía, y que lleno de alegría y esperanza, vuelva a emprender, esta vez definitivamente, el regreso a la casa del Padre Bueno, que me espera con los brazos abiertos, igual que los tuyos en el madero del Calvario. 

Haz, Señor, que deje hoy mismo y para siempre esa promesa mentirosa de “empezaré mañana”, porque hoy he visto tu rostro agonizante, hoy he contemplado tu cuerpo estremecido… Hoy levanté la vista de los dados… y me encontré junto a mi mejilla, tus pies apresados por el clavo de mis pecados. 

¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!

Fuente: Boletin del ANE - Stella Maris