Comer para vivir

Autor: Padre Eusebio Gómez Navarro OCD

Sitio del Padre

 

 

   Había un capitán de un barco que todo lo que tenía de sabiduría le faltaba de dominio propio. A pesar de que comulgaba todos los días, no lograba dominar su genio. Cansados los marineros de soportarle, le dijo uno de ellos: “Más valdría que no comulgara, ya que nos trata así”. A lo que el capitán respondió: “Gracias a que comulgo cada día porque, si no, los hubiera tirado a todos al mar”.
    Dios hace millones de milagros cada día. Los que creen en él, lo ven en la Eucaristía y en el hermano, no necesitan muchas visiones más. La Eucaristía es comida, fuerza para navegar por la vida. La forma que Cristo pensó para darse en la Eucaristía fue la comida. Comer y beber con otros, sobre todo para las culturas orientales, están cargados de un gran significado.
El pueblo judío practicó el lenguaje simbólico de la comida. Cada año celebraban en la cena pascual la salvación del éxodo.
Jesús se sirvió del lenguaje “comer con” en su anuncio del Reino. Él comparte la mesa con otros: Lázaro, Mateo, Simón, Zaqueo... Los discípulos tuvieron el privilegio de comer con el Resucitado. 
En nuestras comidas sellamos nuestra amistad, contratos, negocios... Invitamos a comer a un amigo, a alguien que queremos que nos conozca. 
    La Eucaristía es comida. Necesitamos comer y beber para alimentarnos, poder vivir y trabajar. Compartir la misma mesa conlleva amistad, familiaridad. Esto mismo Pablo lo aplicará en sentido espiritual: “Somos un pan y un cuerpo, porque todos participamos del mismo Pan” (1Co 10,16).
    Cristo en la comida pascual escogió el pan y el vino. El pan es la comida común en muchas culturas. Es símbolo de hambre y de alimento, de alegría, de fuerza. Es fruto de la tierra y del trabajo del ser humano. Éste tendrá que “ganar el pan con el sudor de su frente”.
Jesús es el pan de vida. El que come a Cristo tendrá la vida que brota de él, vida abundante, vida verdadera y vida eterna. El que no come su carne ni bebe su sangre no tiene vida. Sin Él, sin estar unido a Él, no se puede tener vida. 
Quien come a Cristo aumenta la fe; para comerlo se necesita fe. La Eucaristía no es el algo mágico; sólo tiene sentido desde la fe en el Hijo del Hombre y en la acción del Espíritu. Quien come del pan de vida, se hace al mismo tiempo pan y alimento para los demás. El nos toma en sus manos, como barro en manos del alfarero, para formarnos a su imagen. 
    La Eucaristía no sólo es comida y bebida, es también reunión de creyentes. Al comulgar con Cristo hemos de comprometernos a comulgar con los hermanos. Es fácil decir sí a Cristo, pero es más difícil decir sí al hermano. No puede haber Eucaristía sin fraternidad, sin una actitud de apertura, de entrega y de unión con los demás.
Vivir es un arte y una tarea de cada día. La realidad, la dura y difícil realidad, nos impide, a veces, gozar de la vida, soñar y esperar. Las cosas son como son y no como quisiéramos que fueran, pero no se acepta la realidad. Entonces la vida resulta una gran carga.
¿Cómo va la vida?, preguntamos.  “Se va tirando”, “entre dos”, dice la gente. La vida es lucha  y a veces  es pelea contra viento y marea,  cuesta arriba. Compramos seguros de vida y ésta siempre nos queda a la intemperie.
El ser humano ha nacido para vivir eternamente, pero se constata, por desgracia, que a muchos la vida se les va como en un suspiro. La vida y la muerte son eternas compañeras; aprendemos a vivir y a morir un poco desde el día que nacemos.
    La persona puede vegetar o vivir. Decimos que vegetamos cuando solamente nos preocupamos de comer, trabajar, dormir... El ser humano es algo más: tiene entendimiento, puede pensar y, sobre todo, puede hacer el bien, amar.
A cualquier edad se puede aprender a vivir con otra mirada, con otros valores. Para ello, antes de nada, es necesario ser conscientes de la realidad que se vive.
    Es urgente que los padres enseñen a los hijos que la vida es algo más que el aire que respiramos, que la sangre que late en nuestro cuerpo. El niño necesita encontrar la vida plena, la verdadera, abrir su mente y su corazón al Dios de la vida para convivir en armonía con la naturaleza, las cosas y las personas. Por desgracia no son muchos los maestros que enseñan a vivir bien.
    Las personas, por otra parte, acumulan recuerdos, sentimientos, estados de ánimo, temores, rencores, formas de convivencia agresivas que entorpecen la comunión y la participación comunitaria.
    Hemos de aprender a vivir. Lo cotidiano es el escenario obligado. Para ello es importante saber manejar las emociones agradables o desagradables, disminuyendo éstas y aumentando las otras. El resultado será la paz, la alegría, la serenidad, la jovialidad.