De la gloria pasajera 

Autor:  Paulo Coelho

 

 

Sic transit gloria mundi. De esta manera San Pablo define la condición humana en una de sus epístolas: la gloria del mundo es transitoria. Y, a pesar de saber esto, el hombre siempre parte en busca del reconocimiento por su trabajo.
¿Por qué? Uno de los mayores poetas brasileños, Vinícius de Moraes, dice en una de sus canciones:
“E no entanto é preciso cantarmais que nunca é preciso cantar”
(Y, no obstante, es preciso cantar
más que nunca es preciso cantar)
Vinícius de Moraes está brillante en esas frases. Recordando a Gertrude Stein en su poema “Una rosa es una rosa, es una rosa”, se limita a decir que es preciso cantar. No da explicaciones, no justifica, no usa metáforas. Cuando presenté mi candidatura a este Sillón, al cumplir el ritual de entrar en contacto con los miembros de la casa de Machado de Assis, escuché del académico Josué Montello algo semejante. Me dijo: “Todo hombre tiene el deber de seguir el camino que pasa por su aldea”. 
¿Por qué? ¿Qué es lo que hay en ese camino? 
¿Qué fuerza es esa que nos empuja hacia delante, alejándonos del confortable ambiente que nos es familiar y nos lleva a enfrentar desafíos, aun sabiendo que la gloria del mundo es transitoria?
Creo que ese impulso se llama “la búsqueda del sentido de la vida”. 
Durante muchos años busqué en los libros, en el arte, en la ciencia, en los caminos – peligrosos o cómodos – que recorrí, una respuesta definitiva para esa pregunta. Encontré muchas: algunas que me convencieron durante algunos años, otras que no resistieron un solo día de análisis. Sin embargo, ninguna de ellas fue lo suficientemente fuerte como para poder decir ahora: el sentido de la vida es éste.
Hoy estoy convencido de que tal respuesta jamás nos será confiada en esta existencia aun cuando al final, en el momento en que volvamos a estar ante el Creador, comprenderemos cada oportunidad que nos fue ofrecida y entonces aceptada o rechazada.
En un sermón de 1890, el pastor Henry Drummond hablando de ese encuentro, dice:
“En ese momento, la gran pregunta del ser humano no será “¿Cómo viví?”
Será, esto sí, “¿Cómo amé?”
La prueba final de toda búsqueda es la dimensión de nuestro Amor. No será tomado en cuenta lo que hicimos, en qué creímos, o lo que conseguimos.
Nada de eso nos será reprochado, pero sí nuestra manera de amar al prójimo. Los errores que cometimos ni siquiera serán recordados. No seremos juzgados por el mal que hicimos, sino por el bien que dejamos de hacer. Pues mantener el Amor encerrado dentro de sí es ir en contra del espíritu de Dios, es prueba de que nunca lo conocimos, de que Él nos amó en vano.”
La gloria del mundo es pasajera, y no es ella la que nos da la dimensión de nuestra vida, sino la elección que hacemos de seguir nuestra leyenda personal, creer en nuestras utopías, y luchar por ellas. Todos somos protagonistas de nuestra existencia, y muchas veces son los héroes anónimos quienes dejan las huellas más duraderas.
Cuenta una leyenda japonesa que cierto monje, entusiasmado por la belleza del libro chino Tao Te King, resolvió recolectar fondos para traducir y publicar aquellos versos en su lengua patria. Demoró diez años hasta conseguir lo suficiente.
Mientras tanto, una peste asoló su país y el monje decidió usar el dinero para aliviar el sufrimiento de los enfermos. Pero en cuanto la situación se normalizó, nuevamente partió para recaudar la cantidad necesaria para la publicación del Tao; otros diez años pasaron, y cuando ya se preparaba para imprimir el libro, un maremoto dejó a centenares de personas sin hogar.
El monje de nuevo gastó el dinero en la reconstrucción de casas para los que lo habían perdido todo. Pasaron otros diez años, él volvió a recoger el dinero y finalmente el pueblo japonés pudo leer el Tao Te King.
Dicen los sabios que, en verdad, ese monje hizo tres ediciones del Tao: dos invisibles y una impresa. Él creyó en su utopía, libró el buen combate, mantuvo la fe en su objetivo, pero no dejó de prestar atención a sus semejantes. Que así sea con todos nosotros: a veces los libros invisibles, nacidos de la generosidad hacia el prójimo, son tan importantes como aquellos que ocupan nuestras bibliotecas.