Travesía de un río

Autor:  Padre Ignacio Larrañaga

 

 

A veces hablamos de vida de oración, otras veces de vida con Dios; sin embargo, la expresión vida con Dios encierra contornos mucho más vastos y complejos que la expresión vida de oración.

Vida con Dios implica compromisos concretos y exigentes en un largo proceso de transfiguración, proceso en el que el orante va muriendo lentamente a aquellos rasgos negativos de personalidad que se oponen al espíritu del Señor y se va revistiendo de los modales y estilo de Jesús.

Hablando en lenguaje figurado diríamos que se trata de un río. El río tiene una orilla y otra orilla. La primera orilla somos nosotros, personalidades constituidas, por razones de orden genética, de bellos rasgos de personalidad, por un lado y, por el otro lado, de factores negativos que se oponen a los valores eternos del Evangelio, y todo ello sin culpa ni mérito de nuestra parte.

La otra orilla es aquel arquetipo que Dios colocó en este mundo, y para siempre como modelo de santificación para la humanidad redimida: Jesucristo.

Todo el proceso santificante consiste en retirarme yo de mis propios territorios para que los ocupe el Señor; en dejar de ser «yo» en mí mismo para que Jesús tome el mando y el gobierno de mis mundos a fin de que, no sea yo quien viva, sino que sea él quien viva y prevalezca sobre mis intereses; morir, vaciarme de aquellos lados típicamente negativos de mi personalidad para que sean reemplazados por los impulsos, actitudes y conducta general de Jesucristo.

Se trata, pues, de la travesía de un río. Nunca llegaremos a la otra orilla. Jamás seremos humildes y pacientes como Jesús, pero podremos estar haciendo actos de paciencia y humildad como Jesús, aunque en medio de constantes recaídas.

La vida entera deberá ser una pascua, un eterno estar pasando de una orilla a la otra, en un proceso nunca acabado de irnos despojando de los ropajes del hombre viejo estructurado de delirios de grandeza, mientras vamos revistiéndonos de los ropajes de paciencia, mansedumbre y humildad que son las vestiduras del hombre nuevo según Cristo Jesús.

Y esto lentamente. No nos hagamos ilusiones porque las ilusiones acaban siempre en desilusiones. Una de las palabras más falaces que pronuncia nuestra boca es la palabra total. ¿Total? No existe nada total: no existe conversión total, madurez total, equilibrio total...

La vida entera es un proceso, un caminar en medio de muchos retrocesos, contramarchas, caídas y recaídas, y sin asustarse por ello. Las caídas no tienen importancia. Lo importante es levantarse después de cada caída y partir de nuevo.

Nunca se vio que un bebé, cuando le llega la época de comenzar a andar, se suelte de los brazos de la madre y se lance a correr como un corderito. Después de millares de ejercicios que le hace su madre para afirmar sus piernas, lo suelta; y el bebé da un paso y diez caídas. Después de mucho tiempo se equilibran los pasos y las caídas, Y después de muchísimo tiempo, ahora sí, ahora el bebé es un espectáculo de vitalidad inagotable. En la vida todo es así; lento, evolutivo y con retrocesos.

En este día el hermano, hundido en los abismos de la temperatura interior de Jesús, ha conseguido perdonar una grave calumnia, obteniendo, como fruto, un profundo descanso de corazón. Parecía que era definitivo, pero no: pasan tres semanas y otra vez las llamas del rencor se encienden e incendian su corazón. ¡Qué pena!; con lo bien que se sentía en aquel descanso y paz, y ¿ahora de nuevo el rencor? No asustarse; es normal; somos así. Otra vez tiene que otorgar el perdón. Y después de muchas caídas y otros actos de perdón se sanarán las heridas; porque una profunda herida necesita muchas sesiones de curación. ¡Una paciencia infinita, primero consigo mismo, y conocer el complejo entramado de la naturaleza humana, y aceptarlo con paz!

El hermano estaba devorado por la angustia. Desde lo hondo de sus abismos hizo un acto incondicional de abandono en las manos del Padre, y ¡oh prodigio! automáticamente se sintió bañado en un mar de paz. A los siete días exactamente, y en el momento más imprescindible, se le metió de nuevo una pleamar de angustia y aparentemente sin ningún motivo; y no se trataba de una personalidad versátil sino normal. Hay que tener una comprensión inagotable primero consigo mismo. ¿Entristecerse? De nada. Pacientemente volver a hacer actos de abandono. No olvidemos que Jesús tuvo que repetir una y otra vez las palabras de abandono allá en la noche de Getsemaní, en la hora de la redención.

Todavía bajo los efectos de la oración matutina, el hermano ha tenido un magnífico gesto de humildad permaneciendo en silencio y paz ante la soez grosería de un familiar. Y a la tarde de ese mismo día, por una palabrita de desconsideración de otro familiar, ese mismo hermano ha reaccionado con una explosión espantosa y desproporcionada. Somos así. No existe nada que sea total. ¿Avergonzarse de sí mismo? Por nada. El camino de la santidad está jalonada de recaídas y fracasos. ¿Entristecerse por esto? De ninguna manera. Simplemente aceptar con paz, y de entrada, que la realidad es así, y, después de cada recaída, partir de nuevo en alas de la esperanza.