Morir y nacer

Autor:  Padre Ignacio Larrañaga

 

 

Siempre hay un morir y un nacer. Un morir a mis rasgos negativos de personalidad y un nacer a los rasgos divinos de Jesús. Morir a mí para vivir «a» Jesús.

Mágicamente nadie cambia. Es Jesús el que va realizando esa gloriosa transfiguración, es decir, el cambio de una figura por otra, a condición y en la medida en que Jesús esté alerta y sensible en mi conciencia; y el hecho de que Jesús esté alerta y vivo en mi conciencia depende, a su vez, del grado, profundidad y frecuencia de mi trato personal con él, es decir, los tiempos fuertes de oración. Y así, de esta manera, la oración, me lleva a la vida y la vida me lleva a la oración.

Tiempos fuertes son aquellos fragmentos de tiempo reservados exclusivamente para la vida privada con el Señor, por ejemplo, media hora diaria, un «desierto» al mes...

En Talleres de Oración y Vida llamamos «desierto» al hecho de retirarse en soledad y silencio para «estar con» el Señor un mínimo de cuatro horas, generalmente en el seno de la naturaleza, o en un cuarto, o en una capilla o en cualquier lugar solitario.

En la medida en que «estamos con» el Señor Jesús, él mismo se hace cada vez más presente en mí, su presencia en mí se hace progresivamente más densa y viva.

Ese Jesús con quien he tratado, baja conmigo a la lucha de la vida. Con él «a mi derecha» las dificultades se asumen con facilidad, las ofensas se perdonan sin dificultad, las repugnancias se aceptan con naturalidad, la amargura se transforma en dulzura, la irritabilidad en mansedumbre, cada superación es compensada con el regalo de la alegría, crece el amor, aumentan las ganas de estar con él y así entramos en un circuito vital en que la vida misma adquiere sentido porque el Señor se convierte en recompensa, y, en él y con él las renuncias se transforman en liberación y las privaciones en plenitud.