«La música callada»

Autor:  Padre Ignacio Larrañaga

 

 

Para entrar en una verdadera adoración necesitamos previamente haber logrado dos condiciones: en primer lugar, aislarme por medio del silenciamiento de los clamores interiores y exteriores para 
llegar a la percepción de mi propio misterio e identidad.

Y, en segundo lugar, sobrepasar ese bosque de imágenes y conceptos sobre Dios para quedarme con el mismísimo Dios en su esencia pura y verdadera, en la pureza total de la fe.

Un ejemplo. Esta preciosa melodía despierta en mí, no sé por qué, el misterio viviente de mi Dios. Pues bien, si en un momento determinado toda mi alma quedara concentradamente prendada y prendida en mi Dios, ya desapareció la música. La música no desapareció; ella sigue sonando igual, pero yo ya no estoy con la música, estoy contigo.

La música puede evocarme a Dios, pero una vez que el evocado aparece, la evocación desaparece. ¿Conclusión? Dios mismo está más allá, es «otra cosa» que las evocaciones que nos lo hacen presente.

Otro ejemplo. Un buen día nos asomamos a un espléndido paisaje, y al contemplar tanta vitalidad, tanta variedad de colores todo ese esplendor nos evoca la fuente eterna de la belleza: el Señor. Pero si yo en un momento determinado, en mi última instancia y en la fe pura, quedara completamente perdido y encontrado en mi Dios, a solas con él, ya desaparecieron los ríos, las montañas y los perfumes. No desapareció nada: mis ojos están viendo los horizontes, mi piel sintiendo la brisa, mi olfato, los perfumes. Mis sentidos, sí; pero yo, no; yo estoy contigo; para mí, en este mundo, en este momento, no existe nada, solo tú.

Cuando el Despertado se hace presente, los despertadores desaparecen. Es decir, Dios mismo, vivo y verdadero, es «otra cosa» que las imágenes con que lo revestimos, las palabras con que lo expresamos o las criaturas que nos lo evocan.

¿Cómo llegar al Dios verdadero, quedarnos con él mismo, mismísimo Dios en su esencia simple y total? He ahí la cuestión.

Para adorarlo en espíritu y verdad necesitamos despojar a Dios de todos los ropajes que, si bien no son falsos, al menos son imperfectos y ambiguos, ya que los pensamientos más elevados y las expresiones más inspiradas son pálidas sombras, figuras deslavadas en comparación con lo que él realmente es.

Necesitamos silenciar al Dios de nuestros conceptos para quedarnos con el Dios de la fe.

Apoyarse en la creación para adorar puede ser para algunos una manera eficaz para orar. Pero en el jardín o en el campo mil reflejos distraen, los sentidos se entretienen y el alma se conforma con pequeños detalles de Dios.

Pero en la fe pura y en la naturaleza desnuda, en el silencio y soledad del corazón, la Presencia refulge con luz absoluta.